jueves, 19 de mayo de 2011

DEMOCRACIA IDEAL, YA


DEPREDADOR

Es bien sabido que la palabra candidato tiene su origen en el latín. Candidatus, en la Antigua Roma, era quien vestía la toga candida, una toga de color blanco con la que durante el tiempo de campaña electoral se identifi­caba a quienes aspiraban a alguna magistra­tura. Además, candidus equivalía a puro, inmacula­do, sereno, íntegro, sincero o franco. Sin embargo, ni siquiera en aquellos tiempos de virtudes paganas, los romanos eran tan necios como para atribuir a sus políticos una cualida­d tan benévola y feliz. Así, el vocablo petitio que denotaba preten­sión, aspira­ción o candida­tura, también significa­ba ataque, asalto o golpe. Y si, por un lado, el término ambitio designaba el ajetreo de los candidatos cuando paseaban por el Foro o el Campo de Marte solicitando votos, a la vez que era sinónimo de parciali­dad, compla­cencia, ambición, pompa, ostentación y afán de populari­dad, por otro lado, ambitus llegó a referirse al delito de cohecho y a las intrigas que acompañaban a la lucha por obtener cargos públicos. Luchas e intrigas de las que ofrece una pista la carta que Quinto Tulio (1) enviara a su hermano Marco Tulio Cicerón, y donde le aconsejaba sobre cómo ganar las eleccio­nes a cónsul que en el año 64 a.C. iban a celebrarse.
MANUAL DE CAMPAÑA. “Debes centrarte -escribió- en el logro de dos objetivos: obtener la adhesión de los amigos y el favor popu­lar... Es necesario crearse amistades que gocen de una influen­cia muy particular... Asegúrate el apoyo de quienes tienen, o esperan tener, gracias a ti algún cargo o beneficio. Procura que aquellos que te deben algo y aquellos que desean debértelo se den cuenta de que no van a tener más oportunidad que ésta, los unos, de demostrarte su agradeci­miento, y, los otros, de convertirse en deudores tuyos... Los que viven en los municipios y en el campo se consideran amigos sólo con que los llames por sus nombres y, si creen además que esta amistad les va a deparar alguna ayuda, no dejan escapar la ocasión de merecer­la... Simula las cualidades que no posees por naturale­za de tal manera que parezca que actúas con toda espontaneidad. También es muy necesaria la adulación, resulta imprescin­dible para un candidato cuyo aspecto y cuyas palabras deben variar y adaptarse a las opiniones e inclinaciones de todos con los que se encuen­tre... No digas no a nadie. Las promesas quedan en el aire, no tienen un plazo determi­nado de tiempo y afectan a un número limitado de gente... Procura que se levanten contra tus rivales los rumores de crímenes, desenfrenos y sobornos... Aquello de lo que no seas capaz, niégate a hacerlo amablemente o no te niegues; lo primero es propio de un hombre bueno, pero lo segundo de un buen candidato”.
            Desde entonces, desde aquella época en que la res publica era ya un asunto dirigido por intereses exclusi­va­mente particula­res, las técnicas para adormecer conciencias no han hecho sino refinarse un poco más. Y hoy, como siempre, las castas gobernan­tes no quieren ni oír de pensamiento autónomo, discusión colectiva o participa­ción. Por eso, aparte del placer de mandar, lo que a los politiqueros agrada de verdad es la farsa y el disfraz, ocultar sus manos manchadas de mentiras, estipen­dios, arbitra­rie­dades y componen­das, deleitar­se al amparo del secreto y la opacidad. Por eso, de tarde en tarde, descien­den de palacio para fingir que piden nuestra aproba­ción, para perjurar que trabajan por el bien común, para reiterar que la soberanía es algo que se puede representar, para intentar persuadir­nos de que el despotis­mo elegido es el mejor e impedir que descubramos que con nuestro voto también se aleja nuestra libertad.
AGITACIÓN ELECTORAL. En este sentido, la habilidad del político moderno es similar a la mostrada por Sammael, el Ángel de la Ponzoña, cuando en su conversación con el Fausto que imaginara Thomas Mann cambiaba a menudo de imagen. Primero como un bandido despiadado y vulgar, luego como un elegante crítico de arte, para transfor­marse a continua­ción en un teólogo de barba y dientes puntiagu­dos que, finalmen­te, cuando el pacto está a punto de sellarse, torna a su aspecto de sanguinario rufián. De igual modo, con esa facultad para aparentar, veremos al político de oficio arengar con ampulosa verbosidad a paseantes aburri­dos, espectado­res resignados y adictos servicia­les que se saben de memoria su monótono bla, bla, bla. Le veremos efusivo regalar golosinas milagrosas por las calles y los mercados, preocu­par­se con casco de minero ante el número de sinies­tros, aferrarse a los símbolos nacionales y confesar con voz ahuecada que lo suyo es la naturaleza y que le encanta el heavy rock. Le veremos, entre ondear de banderitas, besar a señoras entusiastas y niños distraídos, rodearse de famosos, proponer reformas urgentes y atiborrarse de afectuosas invitaciones en el bar de algún pueblo perdido al que jamás volverá, y hasta volar en globo o inaugurar cualquier cosa, si lo exige el guión. No hay artificio al que no recurra, solicitud que no atienda o sugeren­cia que deje de asumir. Al fin y al cabo, un día es un día, la veda se ha levantado y él es un cazador de votos, un buscón de pluricar­gos y preben­das, un político de profesión que con mucho bombo y platillo ya pegó el primer cartel. Todo un depredador al que lo único que preocupa es su éxito personal, su apetito de medrar, de figurar, de sentirse como un dios.
            A quién le extraña, entonces, que haya países donde el porcenta­je de los ciudadanos censados que votan sea inferior a la mitad o, por ejemplo, que no llegue al veinte por ciento el que elige al presidente de los Estados Unidos. Ni sorprende tampoco que, entre nosotros, haya quien, como Jorge Stratós, harto de tanto vendedor de cuentos, se declare en ocasiones objetor electoral. Y es que, como hace más de veinte años Miguel Espinosa dijera en Escuela de Mandari­nes, acusar al poder en ejercicio de corrupción es en realidad argüir contra su misma definición, pues precisa­mente “se practica corrom­piendo ideas y hombres”. De ahí que, frente a este mundo, donde la política no es sino “la simpatía del poder hacia sí mismo”, sólo quede reivindi­ca­r, junto a Espinosa, la protesta ante la injusticia sistemáti­ca, el sonrojo por la desvergüen­za metodiza­da y la ternura hacia los que padecen apartamiento, relegación y ultraje continuo. De ahí, por tanto, lo acertado todavía de aquel antiguo adagio romano que decía: contra potentes nemo est munitus satis, contra los poderosos nadie está bastante protegido.

                                                                                                                   ©Juan Claudio Acinas
“Depredador”, Disenso, nº 15, 1996, p. 21.


(1) Quinto Tulio Cicerón, Breviario de campaña electoral. (Commen­ta­riolum Petitionis), traducción y nota preliminar de Alejandra de Riquer, Barcelona, Sirmio / Quaderns Crema, 1993.

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